“Esto puede terminar muy mal si las autoridades no responden a las inquietudes,” ha declarado Giorgio Jackson. En declaraciones inteligentes y reflexivas a El Mercurio del 12 de noviembre del 2011, el dirigente de la Confech ha expresado una idea profunda: un desajuste entre la sociedad y sus instituciones no se puede prolongar por mucho tiempo.
Los humanos somos seres sociales. Nuestra individualidad solo existe en el seno de nuestra especie.
Todas nuestras instituciones son construcciones sociales. Por ejemplo, el Banco Central no es un edificio sino una relación social. Su función esencial consiste en emitir moneda que solo representa un valor en la medida que todos aceptamos que así sea. Lo pierde en el mismo instante que esa confianza colectiva desaparece. Lo mismo ocurre con todas nuestras demás instituciones, económicas y políticas. Dios mediante, también con las instituciones religiosas e ideológicas en general. Solo existen en la medida que colectivamente les otorgamos una determinada realidad.
Esa característica esencial de los humanos no resulta evidente en el día a día. Nuestras construcciones parecen adquirir vida propia. Las concretamos en imponentes monumentos, banderas y toda suerte de ídolos. Peor todavía, se elevan por encima de nosotros, nos confrontan, reprimen y dominan. En el colmo del fetichismo, los adoramos como becerros de oro. No hay nada que hacerle, funcionamos socialmente de ese modo.
Sin embargo, su carácter social se manifiesta periodicamente con toda claridad. Ello sucede en estos momentos, en los cuales nos vemos compelidos a tomar conciencia de nuestra forma de actuar. Ésta siempre es colectiva aunque no nos percatemos de ello sino muy de tarde en tarde. Por esta razón, en tiempos como éstos la vida adquiere una coherencia que nos resulta excitante y placentera. Nuestra humanidad se expresa en forma plena.
Estos ciclos de participación política masiva de la ciudadanía se vienen sucediendo en Chile cada diez o veinte años desde hace por lo menos un siglo. Todos los grandes cambios institucionales ocurrieron en momentos de alza en la movilización política, que en ocasiones culminaron en grandes estallidos y al menos en una auténtica revolución. Incluyendo el nacimiento del Estado desarrollista y la constitución de 1925, la cédula única y la derogación de la “ley maldita” en 1958, la reforma universitaria y agraria y la nacionalización del cobre en los años 1960 y principios de los 70 y la caída de la dictadura en los años 80, entre muchos otros.
Obviamente, lo anterior impone una adecuación de las instituciones a la sociedad que les otorga su realidad. Ello se aprecia cuando modificamos nuestra consideración colectiva acerca de un aspecto determinado de nuestra vida social. Rápidamente, se traduce en un cambio de las instituciones respectivas, en las cuales lo materializamos.
En estricto rigor, el mecanismo es más directo e inmediato. Puesto que la institución en cuestión no tiene ninguna realidad aparte de la sociedad que la construye, basta con que la última cambie su manera de considerarla para que se modifique de inmediato. Por un tiempo, sus formas pueden seguir operando igual que antes, pero ello no es sino una apariencia que se desvanece a cada paso. Su adecuación a los cambios que experimenta la sociedad que las ha creado se impone de cualquier manera. A veces violentamente, como teme Jackson con toda razón. Son como la piel vieja de las culebras o la caparazón de los insectos, que demoran un tiempo en desprenderse cuando las reemplazan otras nuevas. Sin embargo, están muertas desde mucho antes.
De este modo, aunque todavía no se aprecie, el movimiento estudiantil ya logró una profunda modificación al sistema educacional chileno. El contenido de esta institución ya es nuevo, aunque sus formas no hayan cambiado todavía. Sencillamente, porque se ha forjado un nuevo consenso social al respecto. Los rasgos precisos del mismo están emergiendo gradualmente. Serán la resultante de la nueva correlación de fuerzas que surge de la movilización de los estudiantes y sus resultados en la conciencia de los actores principales y de la ciudadanía en general.
Desde ya se puede afirmar con seguridad que va a garantizar acceso más universal a un sistema de mejor calidad. Adicionalmente, existe un arco muy amplio que busca eliminar el lucro y reconstruir el sistema nacional de educación pública gratuita en todos niveles educacionales. Aquellos que han logrado mantener en lo esencial el sistema impuesto por la dictadura siguen siendo fuertes pero están muy debilitados.
Aún así, todavía no se sabe a ciencia cierta cual va a ser la resultante en este caso. Por ejemplo, cuando se produjo la movilización de los pingüinos la educación no era una prioridad para nadie. Todo ello cambió en pocas semanas. Dicho movimiento logró triplicar la tasa de crecimiento del gasto público en educación, que subió de un promedio anual real de 4,9 por ciento entre 2000 y 2006 a 14,8 por ciento entre 2007 y el 2009, según la Dirección de Presupuestos, Dipres. Sin embargo, la correlación de fuerzas que emergió no fue suficiente para dar un giro en el desmantelamiento de la educación pública – en parte importante por el lobby privatizador al interior de la Concertación. El tristemente famoso “acuerdo nacional” de manos levantadas con Bachelet de hecho acentuó el proceso de privatización, al absorber los establecimientos con fines de lucro la mayor parte de los recursos incrementados.
¿Ocurrirá ahora lo mismo, como temen los estudiantes cuando reclaman contra la desprestigiada “política de los consensos”? No parece probable, puesto que la movilización ciudadana que ya entonces insinuaba el inicio de su ciclo de alza ha alcanzado alturas mucho mayores. De hecho, todos hablan ya abiertamente que el nuevo consenso abarca instituciones mucho más amplias que la propia educación pública. No sería raro que el resultado de este nuevo ciclo de alza terminase con un cambio en la constitución y en el modelo mismo heredado de la dictadura.
De todo lo anterior ciertamente surgen muchas incertidumbres y los resultados pueden ser diversos. El movimiento de la gente precipitado por los estudiantes se ve venir, como dice el pueblo. Y fuerte. Mucho va a depender de la flexibilidad y habilidad del sistema de partidos para generar una expresión propiamente política del mismo, que sea capaz de realizar los cambios que pide la ciudadanía.
Sin embargo, una cosa es imposible: que la educación siga igual que antes. Y eso es precisamente lo que ha pretendido el gobierno hasta ahora. Ha sido como hablar a una “oreja de lata,” como ha bautizado a Piñera un importante diario extranjero. No ha cedido nada, ni una coma. Por ejemplo, el presupuesto educación superior del 2012 crece la mitad que los años precedentes, estanca los aportes a las instituciones públicas y destina un tercio al crédito con aval del Estado, que consiste en pasar plata pública a los bancospara que encalillen a los estudiantes para financiar un puñado de instituciones privadas con fines de lucro y calidad discutible.
Si no hay cambios en la discusión parlamentaria del presupuesto, esto va a terminar mal. La preocupación de Giorgio Jackson debe ser tomada en serio.