Editorial de El Siglo, edición 1591 del 30 de diciembre de 2011
No se trata, esta vez, del gesto rutinario de cambiar de calendario, colgando de una pared las hojas de los nuevos 12 meses.
Tampoco se trata de desearnos retóricamente “Un feliz año nuevo”, pues cada vez está más claro que esa felicidad no vendrá desde las cavernas del tiempo, sino que será obra de nosotros mismos.
Y es por eso que al año que se inicia le deseamos “un feliz Chile”, al contrario de lo que solíamos hacer de desearle a Chile “un feliz año”.
Y es que todo será distinto, porque más allá de los actos rituales, el que viene no podrá ser sino la continuidad lógica y vital de este 2011. Año de intensas movilizaciones que despertaron y mostraron millones de conciencias que estaban dormidas, aletargadas o simplemente indiferentes por desesperanza.
Se habla, a veces, de “décadas perdidas”, y bien vale preguntarse si podría el 2011 ser incorporado a esa lista como un “año perdido”.
Todas las evidencias alegan por lo contrario.
Se había establecido como verdad eterna, sólida e inconmovible, que era absurdo, “acientífico” y anacrónico reclamar del estado una atención responsable por la salud de la población, la educación de niños y jóvenes, los derechos de los trabajadores, la vivienda digna, el medioambiente sano, la jubilación justa y solidaria.
Que para eso –se afirmaba con la convicción de las verdades reveladas- estaba el mercado regulador, el mercado dispensador de recursos, el mercado omnisciente y por ello infalible.
Otra cosa decían las evidencias, y ello a escala planetaria. La realidad “entraba en la idea”. La inteligencia siempre fecunda del pueblo volvía a desechar las mentiras recalentadas, y el sano sentido común ponía en la balanza las bondades y defectos de los modelos teóricos y su contraste con “los capitalismos reales”.
A la hora de la bancarrota de “los estados centrales”, de los centros de los poderes imperialistas, ya no había aquellos referentes de prestigio para invocar desde nuestra dependencia económica y el servilismo teórico de los bloques de poderes empresariales y políticos.
Y el descontento se hizo protesta, el sometimiento teórico se volvió desprecio, la identidad perdida fue levantada desde donde había sido negada y pisoteada, la indiferencia se hizo lucidez y la dispersión se convirtió en unidad.
Y ésa fue la característica esencial de este 2011 que no podrá ser recordado como “un año perdido”, sino más bien como el poderoso trampolín para seguir avanzando.
Y ese cambio de actitud, esa mirada despierta, esa conciencia que se hizo fuerza en las columnas y adhesiones de millones, fue obra del pueblo. Y al pueblo le corresponde continuarla, ampliar aun más sus espacios, afinar sus propuestas hasta hacerlas programa de acción y de gobierno.
Se asustan algunos, de claro domicilio ideológico y político, y lo rechazan con escándalo, que gente simple y común, jóvenes sin la experiencia y los saberes que dan la edad, trabajadores sin “excelencia”, cometan la inaceptable osadía de formular un programa político. Y denuncian y, siguiendo su lógica ancestral, reprimen tal insolencia.
Pero el camino andado ya no se puede desandar. Ya “la gente” no tolera más mentiras ni engaños. Ya las cosas comienzan a ser llamadas por su nombre, y el usurero es usurero, el comerciante inescrupuloso es denunciado como tal, y la exigencia de justicia no se detiene en los umbrales de clase.
Y por todo eso, el año 2011 entrará en nuestra historia como un extenso momento promisorio y pedagógico.
“La historia es nuestra y la hacen los pueblos”, nos dejó dicho inolvidablemente Salvador Allende.
Comencemos por este nuevo 2012, haciéndolo desde ya historia.
Y por eso, nuevamente: ¡Feliz Chile, Año 2012!