La noción de Estado de Derecho -puede encontrárselo en cualquier tratadista- impone a quienes administran el Estado la obligación de atenerse a las leyes. En nuestro caso, y aunque ello sea en un sentido restrictivo, entendemos por administradores y representantes del Estado a quienes ejercen, dentro del conjunto de los poderes, el Poder Ejecutivo. Es decir, la Presidencia de la República y los personeros y organismos que de ella se desprenden.
En un Estado de Derecho, sus máximas autoridades tienen como restricción el atenerse a los marcos legales existentes, y de no hacerlo arriesgan procedimientos previstos en el propio Estado de Derecho.
Esto implica la aceptación de la posibilidad de que el propio Estado pudiera vulnerar el Estado de Derecho, y ya no sólo personas o agrupaciones de personas.
Debe el Estado cuidar “el orden público”, que no es otra cosa que el mantener a la sociedad amparada y circunscrita a lo que las leyes le reconocen como sus derechos y sus obligaciones (deberes).
Por desgracia -muchas veces, y fortuna en un escaso número de ocasiones- el cuidado de definir el Estado de Derecho en una coyuntura o circunstancia particular, le está reservada en forma abrumadora y decisiva, en lo que importa bastante el monopolio de “la fuerza”, al propio Estado. Es decir, como ya lo habíamos visto, al Poder Ejecutivo.
Juez y parte, el Ejecutivo fija los marcos, los límites, los procedimientos y adopta las decisiones que estima justas y pertinentes en función de su propia concepción del “orden público” en tanto componente esencial de un Estado de Derecho.
Hasta aquí, todo bien… pues quién otro podría hacerlo, se dirá.
Pues bien, lo que importa destacar, también, es que el Poder Ejecutivo, y en general cualquier poder del Estado, goza de sus prerrogativas en tanto y en cuanto garantice a la población el ejercicio y goce de sus derechos. Y eso es lo que podría llamarse Deberes del Estado. En primer, el de proveer a los ciudadanos la debida y oportuna protección para que se desenvuelvan con libertad y puedan disfrutar de los bienes a los que, normalmente en una situación específica, aspiran todos los que componen esa comunidad.
Debe, pues, el Poder Ejecutivo preguntarse, y ello en un ejercicio constante, no tan sólo por su cumplimiento en tanto responsable de las atribuciones y “derechos” que le corresponden, sino también por su cumplimiento de los “deberes”, esto es, los “derechos de los ciudadanos”.
Y aquí en donde la cabeza del Estado, Sebastián Piñera, aparece en franco déficit, tal como lo certifican todas las encuestas.
Olvidado o remiso en cuanto a su cumplimiento al privilegiar de manera excluyente sus derechos, el Estado piñerista muestra su talón de Aquiles –“la hilacha”, en lenguaje popular. Todo eso es lo que se nos ofrece como espectáculo en el “conflicto” de Aysén.
A diferencia de la fortuna de ministros como Golborne y Allamand, catapulcados por decisión mediática en sus respectivas catástrofes públicas, el ministro Alvarez, de Energía, pasará a la pequeña historia –la “petite histoire”, dicen los franceses- como el gran sacrificado en este episodio que suma y sigue las irresponsabilidades y desaciertos.
Como ilustración del des-pensamiento que pareciera comenzar a primar en las altas esferas, la señora intendenta de Aysén “raya la cancha” a la Iglesia Católica, al declarar: “Yo lo dije el primer día del conflicto y lo reitero. Yo espero que monseñor Infanti rece por la paz y la unidad de Aysén, ése debería ser el rol de un pastor de la Iglesia”.
Lo más probable es que la señora intendenta sea católica y tal vez, por qué no, hasta sincera y observante. Lo cierto es que la concepción que luce sobre los derechos y el papel de su iglesia corresponde a tiempos muy pretéritos y es una postura, por decir lo menos, hipócrita. Es la vieja doctrina de los archi reaccionarios que invocan a Dios y a la Iglesia Católica cada vez que sus intereses se ven amenazados. Entonces, sus llamados son para incitan a las jerarquías eclesiásticas a llamar a la “humildad”, la “conformidad”, a la esperanza en la justicia que sin falta llegará en la otra vida… Allí sí que los quieren activos y combativos, y no ya sólo rezando. Así lo entendieron las jerarquías españolas al llamado del franquismo y, en sus casos, no pocos prelados en países como el nuestro. Pero cuando un obispo, y el caso de monseñor Infanti no es el primero ni único que hemos conocido, enuncia francamente su opinión y toma partido sincero por los pobres, los marginados y los perseguidos, entonces… ¡a su celda, a su confesionario, a sus rezos!
Una vez más, la imposible ecuación entre “derechos y deberes”.
En un Estado de Derecho, sus máximas autoridades tienen como restricción el atenerse a los marcos legales existentes, y de no hacerlo arriesgan procedimientos previstos en el propio Estado de Derecho.
Esto implica la aceptación de la posibilidad de que el propio Estado pudiera vulnerar el Estado de Derecho, y ya no sólo personas o agrupaciones de personas.
Debe el Estado cuidar “el orden público”, que no es otra cosa que el mantener a la sociedad amparada y circunscrita a lo que las leyes le reconocen como sus derechos y sus obligaciones (deberes).
Por desgracia -muchas veces, y fortuna en un escaso número de ocasiones- el cuidado de definir el Estado de Derecho en una coyuntura o circunstancia particular, le está reservada en forma abrumadora y decisiva, en lo que importa bastante el monopolio de “la fuerza”, al propio Estado. Es decir, como ya lo habíamos visto, al Poder Ejecutivo.
Juez y parte, el Ejecutivo fija los marcos, los límites, los procedimientos y adopta las decisiones que estima justas y pertinentes en función de su propia concepción del “orden público” en tanto componente esencial de un Estado de Derecho.
Hasta aquí, todo bien… pues quién otro podría hacerlo, se dirá.
Pues bien, lo que importa destacar, también, es que el Poder Ejecutivo, y en general cualquier poder del Estado, goza de sus prerrogativas en tanto y en cuanto garantice a la población el ejercicio y goce de sus derechos. Y eso es lo que podría llamarse Deberes del Estado. En primer, el de proveer a los ciudadanos la debida y oportuna protección para que se desenvuelvan con libertad y puedan disfrutar de los bienes a los que, normalmente en una situación específica, aspiran todos los que componen esa comunidad.
Debe, pues, el Poder Ejecutivo preguntarse, y ello en un ejercicio constante, no tan sólo por su cumplimiento en tanto responsable de las atribuciones y “derechos” que le corresponden, sino también por su cumplimiento de los “deberes”, esto es, los “derechos de los ciudadanos”.
Y aquí en donde la cabeza del Estado, Sebastián Piñera, aparece en franco déficit, tal como lo certifican todas las encuestas.
Olvidado o remiso en cuanto a su cumplimiento al privilegiar de manera excluyente sus derechos, el Estado piñerista muestra su talón de Aquiles –“la hilacha”, en lenguaje popular. Todo eso es lo que se nos ofrece como espectáculo en el “conflicto” de Aysén.
A diferencia de la fortuna de ministros como Golborne y Allamand, catapulcados por decisión mediática en sus respectivas catástrofes públicas, el ministro Alvarez, de Energía, pasará a la pequeña historia –la “petite histoire”, dicen los franceses- como el gran sacrificado en este episodio que suma y sigue las irresponsabilidades y desaciertos.
Como ilustración del des-pensamiento que pareciera comenzar a primar en las altas esferas, la señora intendenta de Aysén “raya la cancha” a la Iglesia Católica, al declarar: “Yo lo dije el primer día del conflicto y lo reitero. Yo espero que monseñor Infanti rece por la paz y la unidad de Aysén, ése debería ser el rol de un pastor de la Iglesia”.
Lo más probable es que la señora intendenta sea católica y tal vez, por qué no, hasta sincera y observante. Lo cierto es que la concepción que luce sobre los derechos y el papel de su iglesia corresponde a tiempos muy pretéritos y es una postura, por decir lo menos, hipócrita. Es la vieja doctrina de los archi reaccionarios que invocan a Dios y a la Iglesia Católica cada vez que sus intereses se ven amenazados. Entonces, sus llamados son para incitan a las jerarquías eclesiásticas a llamar a la “humildad”, la “conformidad”, a la esperanza en la justicia que sin falta llegará en la otra vida… Allí sí que los quieren activos y combativos, y no ya sólo rezando. Así lo entendieron las jerarquías españolas al llamado del franquismo y, en sus casos, no pocos prelados en países como el nuestro. Pero cuando un obispo, y el caso de monseñor Infanti no es el primero ni único que hemos conocido, enuncia francamente su opinión y toma partido sincero por los pobres, los marginados y los perseguidos, entonces… ¡a su celda, a su confesionario, a sus rezos!
Una vez más, la imposible ecuación entre “derechos y deberes”.