A cualquiera que contemple el espectáculo de lo que piensan y perciben la mayoría de los chilenos y lo que piensan y perciben, al contrario, el gobierno de Piñera y sus partidos, le quedará una sensación de irrealidad, algo así como haber ingresado a una sala de cine y ver proyectadas en telones paralelos –uno a la izquierda, a la derecha el otro- dos películas completamente distintas: en libreto, escenarios, diálogos, actores.
Es claro, hay una diferencia, y es que lo que sienten –perciben y piensan- la mayoría de los chilenos está, por así decirlo, en un lenguaje claro, diáfano. Y todo transcurre a plena luz, con un libreto que respeta la historia, escenarios reconocibles por cualquiera, actores y actrices cotidianos, diálogos transparentes. Y mucho “movimiento”, lo que puede resultar cansador y hasta molesto, según el cristal con que se mire…
En el otro film –a su derecha- todo es al revés: escenarios estrechos y no transparentes, por muchas lámparas que lo decoren; lenguajes cifrados de actores –los “expertos”, la “excelencia”- cuya cotidianidad transcurre en clubes exclusivos, mesas de dinero, agencias de turismo y liceos y universidades 5 estrellas, clínicas de lujo o directorios de grandísimas empresas.
Y es el caso que ambas realidades existen, no son meras proyecciones sobre telones imaginarios. Son, simplemente y hasta ahora sin apelación, la realidad.
Una, la del pueblo llano, incluyendo a la llamada –y muchas veces auto llamada “clase media”-, con sus múltiples escalas y manifestaciones. Pero todos unidos en su diversidad por un dato esencial: que no es entre ellos que se va a encontrar a los “compatriotas” que -¡y viva el emprendimiento!- se asoman audazmente en los listados de los multimillonarios del planeta; que ellos no se acercan ni en sueños al promedio “per cápita” que dicen anda por allí por los 15 ó 16 mil dólares de ingreso anual; que no son propietarios más que de una casita y un auto –si es que…-, algunas deudas por crédito con o sin aval, tarjetas –o más bien tarjetillas- para las compras en algún supermercado en donde no se podría circular en tenida de trabajo, a menos que se vaya de acompañante para cargar las compras. Gente –“gentuza”, iba a decir- que en vez de mirar las cotizaciones de sus acciones en la Bolsa hace diariamente el inventario de sus bolsillos y se sabe, si no carne de cañón -por suerte “y a Dios gracias” ya no estamos en esos tiempos- al menos se reconoce o sospecha “carne de DICOM”.
Y esta proyección paralela y simultánea de dos realidades se da en una misma sala, a la que para ingresar hemos debido cancelar una entrada, aquella que se registra en una documentación oficial que dice que todos somos chilenos y estamos, por lo tanto, sujetos así al mismo clima como a las mismas leyes, “derechos y deberes”. En suma, somos compatriotas, somos “hermanos”.
Un problema grande –grandísimo, diríamos- es que los espectadores de esta película, que es la misma –su título: “Chile”- no están acostumbrados a mirar simultáneamente los dos telones y más bien se concentran en aquel en donde se refleja su propia realidad. Y así, el pobre o mediano no mira cómo lo esquilman, roban y desprecian; y el otro se mira sólo a sí mismo y se cree –o más bien lo finge- el cuento de que todos estamos en el mejor de los mundos y que por suerte –y otra vez “gracias a Dios”- los otros cuentan con su irresistible “vocación de servicio público” para que ellos los asistan, reglamenten y repriman, porque eso también a veces es, lamentablemente, necesario.
En la hora de votar y de “botar”, que ya se acerca, bueno sería tener esa mirada inclusiva y crítica del que ve más allá de sus narices y distingue el perfume de la justicia social de la putrefacción del abuso y los privilegios.
Fuente: Editorial El Siglo
Un cine con telones paralelos
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